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sábado, 25 de octubre de 2008

La Pequeñez de lo Viviente

Cuento
Por Norberto Álvarez Debans
En todo lo que hicimos hubo un juego, oculto pero un juego al fin. Lo razono ahora, después de pasar tantas dificultades a causa de ellas, y precisamente en este momento, en que dudo si acostarme o no...Me daba cuenta de que me habían atemorizado a pesar de su pequeñez. Y todo comenzó cuando iba a buscar la azucarera por las mañanas. Lo hacía nervioso, en guardia, temiendo verlas. Destapaba el recipiente e inevitablemente las encontraba ahí. Con su presencia inquieta, oscurecían el contenido. Esa multiplicidad de hormigas componía un manto que cubría el azúcar. No siempre se presentaban así. A veces, habilidosas, se entremezclaban con los finos granitos y después de una suerte de ocultamientos y apariciones repetidas, surgían poderosas como un tanque lustroso, portando un minúsculo terroncito entre sus pinzas.

Pero era ese brillo rojizo lo que me molestaba, y el verlas moverse con tanta libertad sobre lo que era mío. Y en esa disputa por la propiedad, comencé a temerles. Después de la sorpresa desagradable de encontrarlas allí a diario, corría al baño y vaciaba con rabia el contenido en el inodoro. Luego las observaba nadar entre el azúcar, (que se hundía rápidamente), y el agua. Ellas con sus patitas extendidas buscaban flotar torpemente en la superficie, hasta que, decidido, presionaba el botón del depósito y entonces veía esa cascada acompañada del ruidoso murmullo del agua levándolas. Las hormigas desaparecían en medio de un remolino que las hundía hacia las cañerías internas de la casa. Luego, satisfecho, llevaba la azucarera a la cocina y la lavaba, secándola repentinamente para verter otra vez en ella el azúcar. Eso sí, me deleitaba viendo caer los finos granitos que se precipitaban cubriendo el espejado fondo de acero, hasta colmar la azucarera, recordándome la arena clara de un antiguo reloj. Sólo después de esta operación podía desayunar tranquilo, y así, todos los días.

Pero fue una de esas mañanas, cuando urdí el plan de esconder la azucarera después de desayunar. Creo que en ese hábito posterior de ocultarla estaba el juego y ellas centraron allí el desafío. Yo que la ocultaba, preservando lo que era mío. Ellas, que solo buscaban apoderarse de cuanta azúcar encontraban. Pero era seguro que algún rastro les dejaba como una pista involuntaria, pues las hormigas invariablemente encontraban la azucarera. Quizás cuando regresaban del baño iba dejando caer los granitos de azúcar. Llegué a pensar en Hansel y Gretel y sus trocitos de pan, en una repetición involuntaria del cuento. Por eso me doy cuenta ahora, intentaba barrer afanosamente las diminutas y casi imperceptibles partículas de azúcar, que seguramente caían en el piso cuando iba o regresaba del baño. Las hormigas aparecían invictamente en la azucarera todas las mañanas. Se plegaban al juego, pero como una recreación de la guerra, como si desde su pequeñez quisieran incitarme, mostrándose desafiantes.

Ahora tomo el desayuno sin azúcar porque no quiero seguirles más el juego, pero el café cada día me resulta más amargo e insoportable.

Días pasados, cuando regresé de las vacaciones, casi no creí lo que veía; el tarro que contenía el azúcar -con cuyo contenido llenaba la azucarera- había sido derramado, (no me pregunten cómo), pero seguramente en una acción colosal de las hormigas, aprovechando mi ausencia. El contenido casi no se distinguía, cubierto de miles de cuerpecitos rojos y brillantes. Se movían afanosas y coronaban sus cabezas con las pequeñas partículas blanquecinas, que transportaban enfilándose en largas caravanas.

Negarles el azúcar a las hormigas es imprudente, por las represalias. Ahora las he visto en el dormitorio, sacando tierra de los cimientos de la casa y creo advertir el juego; una elaborada venganza, una solapada acción donde siempre ganarán ellas. Para colmo he soñado una caída a través de un enorme remolino de arena blanca, que me lleva en círculos, atado sobre mi cama, arrastrándome hacia un abismo que termina en un fondo de azúcar húmeda y gelatinosa, final donde me esperan millares de esos pequeños insectos que se fueron por el inodoro con sus pinzas listas para consumar la venganza... ¿Comprender ahora mi temor a acostarme?


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Del libro inédito, Zangamanga. Cuentos para leer bajo el Paraguas.
Capítulo 3, Bajo el Tercer Paraguas.
Copyright Norberto Alvarez Debans

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