Por Norberto Álvarez Debans
Lo estupendo de la alegría es que viene sin merecerla. (Herman Hesse)
Llegó al hotel prendido de la imagen que capturó de un aviso en la tele. Al abrir la puerta de la habitación asignada vio la humedad prendida de las paredes. Su corazón dio un vuelco y casi se le cayó dentro del bolsillo de la camisa color rosa.
Reponiéndose, increpó duramente al botones, al tiempo que masajeaba su intrépido corazón, volviéndolo delicadamente a su lugar. Atónito el botones por lo que veía, llevó al pasajero ante el conserje. Este, tras una larga charla, propia de un relacionista público, lo empaquetó. El hombre y el corazón, volvieron y tras colocarse un impermeable, que generosamente le proveyera el conserje, durmieron plácidamente en la habitación asignada en una latente unidad.
La humedad en acuosa armonía siguió prendida de las paredes, hasta que la meditación y el silencio de la vigilia lloró su angustia sobre las paredes, con gruesos goterones. Inundando con su insensible actitud la habitación y ahogando al pasajero.
Por la mañana cuando el botones abrió la habitación, una avalancha de agua se le vino encima y el cuerpo con la camisa rosada y el impermeable blanco (aún abrochado) lo derribaron, ahogándose también el botones, junto con su curiosidad.
Ante el creciente escándalo y los gritos de sorpresa y dolor que profiriera el botones, el conserje, presuroso concurrió al lugar, sin advertir en el piso al atlético corazón del desgraciado pasajero, que tratando de salvarse había saltado del cuerpo que lo albergaba y latente y vigoroso aún, fue pisado por el conserje, tiñendo de rojo sangre la alfombra beige. Con tan mala suerte, que por efectos del resbalón fue a dar con su cabeza contra un delgado tabique. En su torpe acción murió, derribando parte de la mampostería, dejando al descubierto una inmensa fortuna en brillantes que habían permanecido oculta entre los ladrillos. Como si fueran bolitas rodaron y regaron el piso con llamativos reflejos, esparciéndose entre los muertos.
El agua, que se escurría por el pasillo del hotel buscando su nivel, iba arrastrando las piedras preciosas. Provocando el arrojo del personal –siempre atento a los valores- y limpiándole la sangre del inquieto corazón del pasajero, las elevaban por sobre sus cabezas, mirándolas al trasluz, mientras las hacían girar, dejándose bañar por sus destellos. Con alegría, saltaban y brincaban, jurando haber llegado al mismísimo cielo.Del libro inédito:
Pájaros volados. Cuentos breves. Buenos Aires, 1985/1987
Llegó al hotel prendido de la imagen que capturó de un aviso en la tele. Al abrir la puerta de la habitación asignada vio la humedad prendida de las paredes. Su corazón dio un vuelco y casi se le cayó dentro del bolsillo de la camisa color rosa.
Reponiéndose, increpó duramente al botones, al tiempo que masajeaba su intrépido corazón, volviéndolo delicadamente a su lugar. Atónito el botones por lo que veía, llevó al pasajero ante el conserje. Este, tras una larga charla, propia de un relacionista público, lo empaquetó. El hombre y el corazón, volvieron y tras colocarse un impermeable, que generosamente le proveyera el conserje, durmieron plácidamente en la habitación asignada en una latente unidad.
La humedad en acuosa armonía siguió prendida de las paredes, hasta que la meditación y el silencio de la vigilia lloró su angustia sobre las paredes, con gruesos goterones. Inundando con su insensible actitud la habitación y ahogando al pasajero.
Por la mañana cuando el botones abrió la habitación, una avalancha de agua se le vino encima y el cuerpo con la camisa rosada y el impermeable blanco (aún abrochado) lo derribaron, ahogándose también el botones, junto con su curiosidad.
Ante el creciente escándalo y los gritos de sorpresa y dolor que profiriera el botones, el conserje, presuroso concurrió al lugar, sin advertir en el piso al atlético corazón del desgraciado pasajero, que tratando de salvarse había saltado del cuerpo que lo albergaba y latente y vigoroso aún, fue pisado por el conserje, tiñendo de rojo sangre la alfombra beige. Con tan mala suerte, que por efectos del resbalón fue a dar con su cabeza contra un delgado tabique. En su torpe acción murió, derribando parte de la mampostería, dejando al descubierto una inmensa fortuna en brillantes que habían permanecido oculta entre los ladrillos. Como si fueran bolitas rodaron y regaron el piso con llamativos reflejos, esparciéndose entre los muertos.
El agua, que se escurría por el pasillo del hotel buscando su nivel, iba arrastrando las piedras preciosas. Provocando el arrojo del personal –siempre atento a los valores- y limpiándole la sangre del inquieto corazón del pasajero, las elevaban por sobre sus cabezas, mirándolas al trasluz, mientras las hacían girar, dejándose bañar por sus destellos. Con alegría, saltaban y brincaban, jurando haber llegado al mismísimo cielo.Del libro inédito:
Pájaros volados. Cuentos breves. Buenos Aires, 1985/1987
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